Un día, hace ya muchos años, estábamos fumando en el "rincón pachuli" (juar juar), un terrenito con pasto, árboles y muchos chairos, allá en la honorable Facultas de Ciencias Políticas. Íbamos a ir al cine a la Facultad de Ciencias, y
Pablito tuvo la brillante idea de que nos fuéramos no por las calles pavimentadas, sino atravesando la reserva ecológica de la UNAM.
En aquel entonces yo estaba desesperada por encajar (bueno, creo que es algo que nunca se quita, aunque ahora no se me nota tanto), así que tontatontísimapendejísimamente dije: va. No me había caído el veinte de que la reserva era un terreno hostil, lleno de espinosa naturaleza, plantas malignas, rocas filosas y barrancos mortalmente peligrosos. Un lugar perfecto para mis acompañantes -entre ellos mi novio, del que yo estaba perdidamente enamorada, aunque él no mucho que digamos-, todos ellos chairos amantes de los terrenos hostiles, de la naturaleza espinosa, de las plantas malignas, de las rocas filosas y de los barrancos mortalmente peligrosos. Pero no para mí: una metalera gordita enfundada en huipil oaxaqueño (juar juar, estaba muy confundida yo con eso del estilo) absolutamente torpe y cuyo concepto de deporte extremo era subir las escaleras del metro (a la fecha lo sigue siendo). Pffffff.
A la media hora yo estaba insolada, con las piernas raspadas, el cuerpo todo con espinas de nopal y el pelo lleno de telarañas. Me quería morir. Y entonces empezó el verdadero malviaje, una espiral en descenso de abominación dentro de mi pinche cabeza: me odié muchísimo por estar fuera de lugar, por no ser como los demás chairos, por no saber trepar rocas peligrosas ni brincar arbustos punzocortantes ni convivir en armonía con las arañas ponzoñosas. Me odié por ser una mujercita quejumbrosa. Me quise morir doble, triple, cuádruplemente. Chale, ¿por qué chingados me había tocado ser vieja?
Para conservar los tres pesos de honra que según yo me quedaban (¡ja!), me obligué a no pedirle ayuda a mi amado, porque yo NO iba a ser una carga para él, y si estaba sufriendo en la reputísima reserva era MI culpa y asumiría estoicamente todas las ESPANTOSAS consecuencias de mi PENDEJÍSIMA decisión-condición-circunstancia. Así que me caí al barranco y me jodí toda y me picó la araña y me llené de tierra pero nunca pronuncié las palabras prohibidas: "¿me ayudas?".
Aquello duró horas. Nos perdimos. Yo estaba muy mal. No es que tuviera estilo, pero igual lo perdí. Se me salieron unas lágrimas. Poquitas. Supongo que nadie las vio, porque se mezclaron con el sudor de mi cara rojo-comunista, tatemadísima por el sol.
No llegamos al cine.
Cuando al fin logramos salir de la reserva, yo estaba furiosa. Tomé un taxi, según yo muy digna (¡ja!). "¿Nadie va al metro? ¿No? ¡Pues yo sí! ¡Me largo!". Todos se quedaron pasmados, con cara de "¿qué chingaos le pasa a esta histérica... y por qué toma un taxi si el metro está aquí a una cuadra?". Porque el metro estaba a una cuadra y yo no sabía, así que 30 segundos después me sentí quíntuplemente ridícula.
Esa tarde lloré mucho. Me di cuenta de que odiaba ser mujer, especialmente porque ni siquiera era una chica linda y delgada y bailadora y agraciada y rica y bronceada y playera y comunista y segura y encantadora y bienvestida y chaira, sino un tamal metalero que no se hallaba en ningún lado.
Y entonces mi mamá me dijo algo muy sabio: "Aprende a jotear más. Porque si fueras hombre, serías gay, ¿no?".
Ooooh.
Ya pasaron como cinco años de aquel terrible día, y no ha habido gran avance. Aunque sí he dado pasos importantes: ya no me atormenta que me den aventones, raciono mis prendas metaleras al máximo y tengo cortinas de florecitas. Uf, soy taaaaan femenina.
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