Mamá, quiero decir groserías

Desde chiquita fui soez. Empecé con groserías esporádicas, tímidamente pronunciadas, como tanteando terreno. Mi mamá siempre me censuraba, pero no desistí. Por ahí de los 10 años adopté gran parte del repertorio de tosquedades que me rodeaba, y lo fui aumentando hasta convertirme en la malhablada hecha y derecha que soy ahora. Al principio mi mamá se escandalizada y me conminaba a abandonar tan feo vocabulario. Pero después se acostumbró y mejor imitó desenfadadamente mi vulgaridad. Viva, eso es una bonita evolución de la convivencia familiar. Mi tía bulto, en cambio, todavía se escandaliza y se cuasidesmaya cuando a sus castos oídos de princesita llegan las abominaAaAaaables conjugaciones del verbo mamar. Pobrecita.

El terreno de mis leperadas se ha ido expandiendo. Antes titubeaba antes de soltar un "chingar" públicamente en clase. Ahora me sale natural y los compañeritos ya ni sueltan las risas nerviosas que siempre se suscitan ante las gro-se-rí-aaAaaaAaas fuera de contexto. Al final de este semestre, tampoco mis semi-alumnos (digo semi prque yo fui semi-maestra, o sea adjunta) se sorprendían del torrente de víboras y tepocatas (gracias Fox por quemar la expresión) que soltaba cada vez que abría la boca.

Pero mi malhabladez aún no ha conquistado el mundo. En el periódico casi siempre me alteran los "babosos", "tarados" o "estúpidos", por eso ya ni me aviento a incluir "pinches" y "pendejos" que se me antojan en los manuscritos. Por otro lado, cada vez que se me sale alguna rudeza frente a la familia política me pongo coloráh de vergüenza. Oooh, pero es que no me gusta andarme con tibiezas. Hay cosas que son pinches o pendejas o mamonas o cabronas o que están de la verga o deben dejar de chingar o que son puterías y-se-acabó.